No es la pandemia, estúpido, es el modelo lo que arruina a la humanidad
Las manifestaciones mundiales, que se expresan en las calles, reflejan que de persistir las reglas del mercado, la cosas podría terminar aún más mal para miles de millones de personas.
Foto: Españoles en plena calle en busca de "libertada", el mismo patrón de conducto con las que muchos se mueven por estos pagos
Por: Miguel “Tano” Armaleo- El mundo estaba loco, lo pusieron loco, y el coronavirus lo potenció. Si aquellas inequidades e injusticias que cubrían a los desposeídos del planeta sacudían las placas tectónicas mostrando rostros en busca de horizontes soleados, la pandemia no hizo más que agravarlos. Desnudó y puso de relieve cómo y por dónde se mueve el planeta. Quiénes ganan y quiénes pierden en un reparto en que un puñado de personas se alzan con las ganancias de millones de seres.
La desigualdad se profundizó. Bastaría con analizar datos de organismos internacionales para corroborar que la pandemia no nos está haciendo mejores. No por casualidad, personajes tan disimiles como Bill Gates, Angela Merkel, el ex presidente Lula (Brasil) o Pepe Mujica (Uruguay), Manuel López Obrador (México), la actual titular el FMI Kistalina Giorgeva y el propio Papa Francisco, cada uno con su propia impronta, por cierto, salen a la palestra reclamando políticas que mejoren las cuestiones tributarias a fin de garantizar una mejor distribución de la riqueza. En el mundo sobra dinero, abunda la riqueza, material y natural. Aun cuando una -la económica- está mal distribuida y a la otra –naturaleza- se la está dañando severamente.
Cuando el Papa se para abrazando la cruz de un Cristo que supo mirar a los humildes, desposeídos y “descartados por el poder”, no hace más que poner sobre la mesa los dos mundos que pujan. El de la especulación financiera, el de la meritocracia, el mundo del individualismo y el de la salvación individual. No es ni más ni menos que el denominado esquema neoliberal. Matriz que hace décadas dejó atrás al estado de bienestar y de justicia social, para dar paso a las grandes inversiones especulativas. Y el otro, el mundo que justamente reivindica el rol del estado, distante del determinismo que imponen los mercados. Más de 70 billones de dólares duermen en paraísos fiscales, mientras millones de personas deambulan por el mundo mendigando un plato de comida.
Cuando uno observa humanidades desahuciadas llegando a Europa en busca de la tierra prometida y son recibidos por el rechazo y el odio, como si estos seres fueran extraterrestres que vienen a cometer las mismas tropelías y crímenes que los europeos hicieron cuando fueron a la conquista del mundo, la violencia queda expuesta. Una violencia que no es patrimonio de una región o continente. La intolerancia, mayormente generada por una marcada injusticia social e injusta distribución de la riqueza, y cuestiones raciales, atraviesa a la humanidad.
Desafortunadamente, el continente americano no escapa a esta realidad que, a diferencia de otros confines del mundo, proviene del fondo de la historia misma. No es reciente. La violencia social producto de las marcadas inequidades lleva siglos gobernando, especialmente en Latinoamérica. El propio sistema de distribución de tierras diseñado por los invasores españoles y portugueses, contribuyó desde aquellos años a una fisiocracia que todavía rige en vastas regiones. Colombia, Brasil, Argentina, son claros ejemplos de estas realidades. A dicha matriz, a partir de los años 90, pleno Consenso de Washington, se le añadió un superlativo esquema de especulación financiera y de precarización laboral. Al respecto, y sobre este último punto, no es un detalle menor que las grandes multinacionales que antes concentraban toda la producción en un país, ahora, en esta suerte de división internacional del trabajo, fabrican una pieza de automóvil en Argentina, otra en México para finalmente armarlo en Brasil. Si un país ya no le ofrece las ventajas impositivas y bajas salariales que ellos exigen, desarman “el taller” y buscan otro sitio. Argentina fue un claro ejemplo de estas realidades que impone el neoliberalismo en tiempos recientes.
Lo mismo sucede en Europa, solo que las espaldas económicas de unos y otros no son las mismas.
Ahora, con la pandemia cobrándose vidas y socavando estructuras económicas, vuelve a ponerse al descubierto rostros que estaban ocultos, otros desdibujados. La pandemia ratificó que las grandes empresas poco y nada tienen de solidaridad cuando se trata de comprender al otro, al próximo. Pero también, la pandemia mostró el rostro y rol del Estado al momento de tender brazos solidarios. El despliegue económico y financiero poniendo varios puntos de PBI y “seguir emitiendo”, como dijo el titular del tesoro de los EE.UU, Jerome Powell, para atender la salud y no dejar caer la economía, no sólo echa por tierra aquello que la emisión genera inflación, sino que pone de relieve la importancia de tener un Estado activo, presente, inclusivo y solidario.
Foto: Movilización frente a la Quinta de Olivos
Sin embargo, la pandemia pareciera no abrir las puertas para un mundo más equilibrado y justo. Muy por el contrario. La puja entre estos dos modelos, neoliberalismo y el retorno de un estado de bienestar con justicia social, se encuentra en plena batalla y con virulencia social en las calles. Así como los EE.UU marca presencia a la hora de reprimir manifestaciones sociales al punto de cometer crímenes institucionales en manos de policías, lo propio sucede en Bolivia, Colombia, Chile, Ecuador, Venezuela, México, Brasil o Nicaragua; también sucedía en la Argentina de hace unos años. Sólo el silencio cómplice de un sector del periodismo hace que los crímenes institucionales cometidos en estas regiones no tengan el alcance y difusión que se merecen.
Es evidente que hay una violencia que surge de la injusticia de sentir y sobrellevar la vida sabiendo que la pobreza lo continuará acompañando –lo propio padecieron sus padres y abuelos- en la medida que no se deje de lado un modelo inequitativo. Y está la otra violencia alimentada del odio, que expresa un sector de la sociedad claramente intolerante e irrespetuoso, que también gana la calle.
La historia de la humanidad nos enseña que todos los cambios profundos y relevantes se hicieron a partir de la lucha en las calles. El problema que se presenta en la actualidad es que, si bien la pandemia podría ser una gran oportunidad para avanzar seriamente en materia de mejor calidad de vida para la humanidad, esa violencia callejera que se ve por el mundo no está contenida, organizada. No es conducida hacia un destino común. Busca justicia, mejores condiciones de trabajo, respeto en la diversidad y a la naturaleza pero no tiene, en general, quien los represente. Un claro ejemplo lo constituye Chile. La contracara de estas manifestaciones son los violentos que sacan a la calle el poder real. Ese que alienta la continuidad del modelo neoliberal al solo efecto de seguir alimentando a los mismos y poquísimos beneficiarios de siempre.
Como se observa la puja está instalada. En realidad siempre estuvo. Sólo que ahora la pandemia ofrece una nueva oportunidad para regresar a la senda de la equidad y a una justicia social con mirada inclusiva y respeto en la diversidad y al cuidado del medio ambiente. La que proponen algunos líderes políticos y el Papa Francisco. El regreso del Estado como ordenador es un buen indicio, necesario pero no suficiente. Sólo la organización vencerá al tiempo.